Nicosia, una capital curiosa que hay que ver al menos una vez en la vida


No sabía exactamente qué esperar al ir a Nicosia. ¿Una capital un poco olvidada? ¿Una ciudad dividida, llena de tensiones? En realidad, encontré algo mucho más desconcertante: un lugar que parece un patchwork cosido a mano, una mezcla de épocas, culturas, silencios, bullicio… y sobre todo, una ciudad que no intenta gustar a toda costa. Es como es. Y quizá por eso me encantó.

No voy a hacerte un top 10 al estilo “blog de viajes que sabe de todo”. Solo voy a contarte lo que vi, lo que sentí. Y si te entran ganas de ir, mejor que mejor.

El Museo de Chipre – una puerta de entrada a todo lo que ignoraba


Es curioso, pero me costó un poco entender lo que estaba viendo. Entré casi por casualidad, sobre todo atraído por la promesa del aire acondicionado. Y luego me puse a curiosear por las salas. Cerámicas de miles de años, estatuas sin brazos, joyas minúsculas… Al principio, lo miraba todo sin mucho interés. Y entonces ocurrió.

Una pequeña figurita de barro. No medía ni diez centímetros. Representaba a una mujer, o a una diosa, o tal vez a ambas. Me detuve. Pensé en la persona que la hizo, en lo que creía, en lo que esperaba. Y me dije: “Vale, Chipre es profundo. Aquí hay algo.”

Al final pasé casi dos horas en ese museo. No porque fuera espectacular. Sino porque era sencillo, bien hecho, y porque contaba la historia de una isla que demasiado a menudo solo se ve como una postal.

Las murallas venecianas – caminar sobre la frontera


Hay una sensación extraña cuando caminas junto a las murallas de Nicosia. Primero, porque están ahí, enormes, imponentes. Pero también porque ya no protegen nada. Rodean una ciudad atravesada hoy por una línea de separación. Y, de alguna forma, esas murallas se han convertido en un recordatorio de lo que la ciudad ha perdido.

Caminé por ellas una mañana. Ya hacía calor. Las piedras ardían bajo mis zapatos. Había gatos dormidos a la sombra. Y a lo lejos se oía el canto del muecín, y poco después las campanas de una iglesia. Fue surrealista.

Los bastiones siguen allí, algunos en ruinas, otros más animados. Pero lo que más me impresionó fue esa mezcla de belleza, tristeza y resistencia. Nicosia es una ciudad que ha aprendido a vivir con sus cicatrices. Y eso, de alguna forma, me tocó más que cualquier monumento perfectamente restaurado.

El Büyük Han – tomar un café en un caravasar


No sé tú, pero yo nunca había estado en un caravasar. Ni siquiera tenía claro lo que era. Y allí, en el norte de Nicosia, alguien me dijo: “Ve al Büyük Han, te va a gustar.” Fui. Y lo entendí.

Es un gran edificio de piedra, organizado en torno a un patio. Antiguamente, los comerciantes se detenían allí con sus caballos. Hoy es un lugar lleno de vida. Hay cafeterías, pequeños artesanos, gente pintando, otros vendiendo jabones naturales o joyas.

Me senté en una mesa, pedí un café turco — fuerte, negro, algo amargo — y me quedé. Una hora. Tal vez más. Escuchando. Observando. El viento movía las hojas del árbol en el centro del patio. Una mujer cantaba suavemente en un rincón. Pensé: “Esto es viajar. No los selfies. No las listas. Solo estar aquí.”

La Mezquita Selimiye – cuando se cruzan dos historias


Seguramente es el lugar más impresionante que vi en Nicosia. Por fuera, parece una catedral gótica. Por dentro, es una mezquita. Es una iglesia transformada. Y se ve todo: los arcos apuntados, los vitrales, los minaretes añadidos. Es inquietante y fascinante a la vez.

Me quedé un rato observando a la gente que entraba. Algunos iban a rezar. Otros, como yo, eran solo curiosos. Ese lugar está vivo. No congelado en el pasado. Y esa mezcla me fascinó: las piedras son antiguas, pero lo que ocurre allí es presente.

Me quité los zapatos y caminé descalzo sobre la alfombra. Me senté contra una columna. Y pensé en todas las personas que habían rezado allí, a un dios u otro, durante siglos. Y me dio un poco de vértigo.

La calle Ledra – cruzar una frontera a pie


No todos los días cruzas una frontera a pie. Y mucho menos en mitad de una calle comercial. La calle Ledra es eso. Caminas, ves tiendas, gente, carteles conocidos. Y de repente: un control fronterizo.

Te piden el pasaporte. Lo enseñas. Y pasas. Y ahí todo cambia. La arquitectura, el idioma, la moneda, los letreros… Sigues en Nicosia, pero no del todo. Es desconcertante.

Pero es también lo que hace que esta ciudad sea única. Te das cuenta de lo delgadas que pueden ser las fronteras. Y al mismo tiempo, lo reales que son. Caminé mucho por la parte norte, sin rumbo. Solo para sentir la ciudad. Y me gustó.

La plaza Eleftherias – una plaza con vida


Pasé por ella varias veces. Por la mañana, casi vacía. A mediodía, llena de sombras buscando un poco de frescor. Por la noche, abarrotada de familias, adolescentes con monopatines, ancianos charlando en los bancos.

Lo que me gusta de esta plaza es que está viva de verdad. No es decorativa. No está puesta ahí para salir bien en las fotos. Se usa, se pisa, se comparte.

Una noche, compré un bocadillo en una panadería cercana. Me senté allí, solo, mirando la vida pasar. Una señora mayor me sonrió. Un niño me preguntó si quería jugar al balón. No es gran cosa. Pero se me quedó grabado.

El museo bizantino – rostros que te miran


No suelo ser muy fan de los museos de iconos. Demasiado dorado, demasiado rígido. Pero aquí, algo me tocó. Tal vez la manera en que están presentados. O las historias que uno imagina detrás de esas miradas fijas.

Hay una imagen de la Virgen, con ojos oscuros, penetrantes. Y alrededor, decenas de rostros — congelados en una especie de eternidad dorada. Es bello. Extraño. Un poco triste, también.

Me quedé un buen rato. Solo mirando. Y ya está.

Los derviches – hipnótico, sin explicación


 

Había oído hablar de los derviches giradores. Esperaba un espectáculo. Pero no fue eso. Fue lento. Silencioso. Muy lento.

Giraban sobre sí mismos, con los brazos abiertos. Como si bailaran para alguien invisible. Y yo, sentado en una silla, no podía apartar la mirada.

No sabría decir por qué me emocionó tanto. Tal vez porque no tenía nada de show. Era sincero. Profundo. Y me dieron ganas de callar. De escuchar.

El museo Leventis – historia no de reyes, sino de personas


 

Es el tipo de museo que me encanta. Pequeño. Sencillo. Humano. Muestra cómo vivía la gente. Cómo se vestían, qué comían, cómo decoraban sus casas.

Hay un vestido de novia, una bicicleta antigua, fotos en blanco y negro. Es modesto, pero cuenta la ciudad mejor que mil libros.

Pensé en mi propia familia. En mis abuelos. En todo lo que olvidamos.

El museo de arte popular – las manos antes que las máquinas


 

Fue el último museo que visité. Y me dejó una sensación extraña. Porque habla de un mundo que ya no existe.

Herramientas, bordados, molinos. Todo hecho a mano. Con calma. Con saber. Con paciencia. Hoy vamos demasiado rápido. No miramos. No nos detenemos.

Miré un viejo telar. Crujía un poco. Y pensé: “Hemos perdido algo.”

¿Y después…?


 

Me fui de Nicosia con una sensación rara. Sin euforia. Sin “wow”. Solo con la impresión de haber atravesado una ciudad real, viva, llena de contradicciones. Una ciudad que no se olvida.

Y si tú también quieres intentarlo algún día, ven. No para tachar una casilla. No para hacer fotos bonitas. Sino para vivir esta ciudad.

¿Quieres irte al extranjero? ¿Quieres ver algo diferente? Ven, te llevamos.

Una última imagen


 

Al salir de Nicosia, vi un gato tumbado sobre una señal de frontera, como burlándose de las divisiones humanas. Ese momento se me quedó grabado. Nicosia es eso: una ciudad que se te escapa, que te sacude suavemente, que te deja con más preguntas que respuestas. Y, en el fondo, para eso viajamos. No para entender. Solo para sentir.